Este es quizás el correo más importante que he escrito.
Hace algún tiempo, un científico partió a hacer su recorrido anual por el océano Ártico ruso para observar cómo unas columnas de metano salían borboteando gas tóxico desde el interior del océano. No era la primera vez. Ya había visto cientos de ellas de más o menos un metro de ancho expulsando a la atmósfera un gas 50 veces más dañino para el clima que el dióxido de carbono. Pero esta vez, cuando se encontró la primera, no se lo podía creer. Había crecido hasta convertirse en una gigantesca columna de gas de un kilómetro de ancho entrando en nuestra atmósfera. Continuó navegando y se encontró otra columna igual, y otra, y otra más. Había cientos de ellas.